Se me olvidó que te olvidé


Juan Villoro/Reforma

La realidad virtual produce respuestas imaginarias. Los desafíos de las pantallas han producido novedosos síntomas. Sin saberlo, participamos en un experimento neurológico. Durante décadas, oímos a expertos decir que el cerebro está subutilizado. Para subsanar esa carencia, ahora lo usamos de maneras raras.

Las redes sociales han traído incontables beneficios pero también nos han puesto en contacto con el enigma de la cantidad. ¿Con cuántas personas podemos relacionarnos? En un rapto de frenesí gregario, el compositor Roberto Carlos cantó esta alabanza a la vida colectiva: «Yo quiero tener un millón de amigos». ¿Es posible esa utopía? ¿Podemos simpatizar con nuestros congéneres al grado de quererlos de a millón?

Cuando fue escrita, esa letra expresaba un anhelo irrealizable, incluso para alguien de simpatía brasileña y cristiano proselitismo pastoral.

Ahora internet permite que nos comuniquemos con infinidad de personas y con robots (a los que a veces descubrimos porque tienen una ortografía demasiado correcta).

La proliferación de mensajes ha producido un fenómeno inédito: la respuesta virtual. No me refiero a una réplica en la red, sino a algo que sólo ocurre en la mente.

¿Qué pasa cuando se acumulan 253 correos electrónicos? Recuerdo los tiempos en que el buzón de la computadora se parecía al de la casa. En un gran día, llegaban diez misivas. Esta cifra representaba un triunfo de sociabilidad. Ciertos amigos viven en estado de fraterna competencia. En los albores de internet, uno de ellos me preguntó: «¿Recibes más de diez correos al día?». Suspiró con alivio al saber que no rebasaba esa cuota.

La comunicación digital sigue la lógica de una epidemia. El éxito de un mensaje se mide por sus posibilidades de comportarse como un virus. Estamos ante un fenómeno expansivo donde no se necesita ser muy popular para recibir cosas imprevistas, de propuestas para alargar el pene a videos de gatitos. Esto nos marea: lo significativo es que incluso lo que nos involucra se vuelve extraño. Una mañana, el más discreto ciudadano tiene 253 correos en la pantalla.

La psicología aún debe estudiar la capacidad de respuesta ante tal número de estímulos. Para contribuir a esa causa, expongo el síndrome de la respuesta virtual. Ante una avalancha de mensajes, el usuario procura responderlos de inmediato, valiéndose de la dinámica exprés de internet. Sin embargo, hay cosas que deben ser pensadas. Después de unos años de costumbres digitales, sabemos que las respuestas veloces pueden meternos en problemas. Por lo tanto, algunos correos quedan pendientes. Aquí surge la pregunta: ¿cuántas respuestas puede posponer una persona? La mente no se había planteado esta estadística, del mismo modo en que Roberto Carlos no se planteó lo que tendría que regalarle a su millón de amigos.

En México, el neurofisiólogo Pablo Rudomín estudia las neuronas espejo que contribuyen a que el cerebro se adapte a nuevas circunstancias, y el antropólogo Roger Bartra se ocupa del exocerebro, las redes neuronales que conectan nuestra mente con la cultura. El tema que planteo pertenece a ese fascinante campo de aclimatación. Ante la marea digital, nos hemos vuelto, también nosotros, seres virtuales. Leemos 253 correos, dejamos pendientes 75 y al día siguiente recibimos más mensajes. Dependiendo de nuestra destreza nemotécnica y nuestro sentido de la responsabilidad, contestamos algunos correos atrasados. Inevitablemente, otros permanecen en el archivo de las cosas no resueltas. Al cabo de una semana, los rezagos se difuminan y, como el cerebro se adapta a todo, se produce una reacción que define nuestra era: de tanto pensar una respuesta creemos que ya la enviamos.

Los sujetos de otras épocas no conocieron la mente en estado de plenitud virtual. Imaginaban cosas, y algunos, como el Quijote, confundían sus deseos con los sucesos, pero no hay registro de que Sócrates le dijera a Platón en uno de sus trayectos peripatéticos: «Pensé que ya te había contestado».

La imposibilidad de atender a tantos estímulos de la red nos lleva a dar por reales respuestas que sólo ocurren en la mente. No se nos olvida contestar; se nos olvida que lo olvidamos. Y al advertirlo, sospechamos de nuestras demás reacciones.

Tal vez olvidé que ya escribí este artículo y sólo lo estoy reproduciendo.

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