Identidades líquidas


Juan Villoro/Reforma

En 2012, Philip Roth publicó en la revista New Yorker una «Carta abierta a Wikipedia» donde corregía una información sobre su novela La mancha humana. El protagonista es un profesor universitario que pierde su empleo por decir una frase que parece racista. Curiosamente, ese distinguido académico tiene sangre negra pero lo ha ocultado.

De acuerdo con Wikipedia, Roth se había basado en la vida del crítico literario Anatole Broyard, quien vivió y murió como blanco, pero tenía ancestros afroamericanos. Resultaba atractivo que un novelista narrara la historia secreta del influyente crítico del New York Times. Sin embargo, como en tantas ocasiones, la información que circuló en la red era una ansiosa fantasía.

En su «Carta abierta…», Roth reveló a su auténtico modelo: el sociólogo Melvin Tumin, despedido de Princeton por decir la misma frase que su protagonista (ante la ausencia de dos alumnos comentó que se habían esfumado como «humo negro»; como se trataba de afroamericanos -cosa que él ignoraba-, fue acusado de racismo). A pesar de su apellido judío, Tumin tenía rasgos africanos, lo cual siempre intrigó a Roth.

Según un estudio de la Universidad de Yale, uno de cada cinco afroamericanos ha tratado de fingir que es blanco. Estados Unidos enfrenta ahora la situación inversa: Rachel Dolezal, encargada de la Organización de Derechos Afroamericanos, labró su reputación gracias a su presunta sangre negra. Sin embargo, sus padres revelaron que es caucásica.

Dolezal ha convivido estrechamente con la alteridad racial: su ex marido y los cuatro hermanos adoptivos con los que creció son afroamericanos. Sin embargo, esto no parecía suficiente para convertirla en representante de la negritud. Los numerosos agravios sufridos por la raza negra hacen que no haya sustitutos para esa experiencia; sólo quien pertenece a la estirpe merece la credibilidad del testigo integral.

VILLORO  Rachel Dolezal

Después de años de activismo, Dolezal quiso ser genuina a través de una suplantación. Tenía piel y ojos claros, pero se rizó el pelo y afirmó que un porcentaje de su sangre era africano (toda la humanidad lo tiene, pero ella debía enfatizarlo). La búsqueda de identificación la llevó a un simulacro.

Lo sorprendente de esta paradoja sobre el valor simbólico de la piel (la exterioridad) es que ocurre cuando las identidades se diluyen en el mundo virtual, donde la interioridad aparece sin que nos demos cuenta.

Guillermo Zapata ocupó durante unos días el cargo de concejal de cultura del nuevo gobierno de Madrid. Tuvo que renunciar por los chistes racistas que publicó en Twitter hace unos años, entre ellos éste, que despierta severas dudas sobre su idea de lo ingenioso: «¿Cómo meterías a cinco millones de judíos en un 600? En el cenicero».

Una explicación de esta aberración es que entonces Zapata carecía de aspiraciones políticas y no cuidaba lo que decía. Era como cualquier energúmeno en la red. Para algunos esto incluso representa una virtud: ¿no querían ciudadanizar la política? Pues ahí tienen a un tipo común.

Estamos ante algo más complejo. Walter Benjamin explicó que todo documento de cultura es también un documento de barbarie, y nosotros somos los bárbaros de una nueva era. La red evidencia que hemos evolucionado a medias; es demasiado rápida para nosotros. Cuando pensamos lo que queremos decir, ya lo enviamos.

La identidad, que aún se asocia con la piel, empieza a desplazarse a las neuronas. Twitter es un maravilloso detector de ideas en bruto, no procesadas, reveladoras: primitivas. En segundos puedes ser Voltaire o un primate.

villoro  felipe calderon

Aunque los poderosos contratan escritores fantasmas para que administren sus mensajes, la mayoría de los usuarios muestra su traspatio mental. Ahí, la identidad no depende de ser «blanco» como Broyard o «negra» como Dolezal, sino de lo que se dice al margen de la conciencia.

El ex presidente Felipe Calderón tuiteó hace poco que la selección venezolana jugaba tan sucio como si los entrenara Maduro. No es la frase de un estadista, sino de un gamberro. Obviamente, un ex jefe de Estado puede comportarse como un simple fan del futbol y olvidar que existen las investiduras. Lo curioso es que, seguramente, él mismo preferiría transmitir una imagen más respetable. ¿Por qué él y Guillermo Zapata se comportan así? Los traicionó el inconsciente; es decir, la nueva identidad.

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