El diluvio: Una simples palabras sobre su muerte


El presidente Andrés Manuel López Obrador

Rafael Cardona

— Teléfono. ¿Dónde estás, me preguntó mi hermano Miguel Ángel?

–Voy sobre la Calzada de Tlalpan, ya casi llego.

Por la mañana habíamos estado juntos con mi padre en su casa, al pie de su cama, en la habitación, donde murieron su esposa y mis abuelos. Ahí él también suspiró su final, cuando el segundo sol del verano cruzaba apenas el mediodía

Mi último recuerdo será para siempre quizá, la boca seca de palabras y la consternada chispa de un reflejo turbio en sus ojos entreabiertos, quizá en uno de los últimos esfuerzos de su cuerpo ya llevado al extremo del deterioro. Una pupila negra cubierta por aguanosos cristales de infinita tristeza. La articulación fue un intento; un murmullo, un intento final de frase malograda.

Pero no hacía falta. La mirada fue una despedida. La muerte ya había abierto la otra puerta.

–Regreso en una hora, le dije a mi hermano. Tengo una grabación.

Cuando volví, mi padre ya había traspasado el último umbral. Se había empequeñecido.

Y no fue la muerte quien abrió la puerta, fue la vida quien la cerró.

Tenía noventa y dos años y en sus últimos dos, todo había sido terriblemente  cruel. Nada de aquel hombrón atlético de gimnasio y bíceps mayúsculos. Perdidas la cabellera ondulada de su juventud, la picardía de su verbo elegante, la ironía despiadada, la alegría a raudales.

El tiempo sin prisa, lo fue lastimando paso a paso, con la metódica crueldad reservada para los cuerpos ancianos. No tuvo para morir ni siquiera el auxilio de una enfermedad cuya virulencia lo acabara. No. Sólo llevaba en la piel las huellas inclementes de la vida.

Por eso su final no fue sólo un término, fue una liberación del sufrimiento.

Para llegar al estudio, crucé, como casi todos los días, el vestíbulo central del viejo edificio de Televicentro, en cuyo suelo están inscritas con hebras de bronce, las firmas de los artistas y administradores del sueño de don Emilio, como él siempre le dijo.

Pasé por la parte media y vi, una vez más, la firma de mi padre: una “C” y las letras del apellido en fino acordeón de rasgos ascendentes, rematados con una revolera de zigzag.  En otra esquina está el autógrafo de mi abuelo, quien fue locutor en la XEB.

Ricardo Monreal

Y detrás de esa caligrafía, toda la historia de mi vida, de los años con mi padre y sin él, de sus enseñanzas, de mis recuerdos.

Él me enseñó la primera ola del mar y el primer pino del bosque; de su mano conocí al elefante gris y la pantera negra, la bicicleta azul, la chamarra de cuero, los patines, los libros, los discos, la música y  la escuela; el automóvil.

El primer micrófono y la primera guitarra de tantas canciones, el primer disparo de una pistola, el primer caballo y el primer trago   de tequila; el trabajo inicial en la radio, los interminables consejos profesionales, el rigor, la disciplina; también el relajo, la noche de líquidos espejos, el hospital, el quirófano de mi infancia.

No podría en este espacio relatar una vida completa: ni la suya ni la mía, ni la nuestra.

Solo queda pensar en cómo los muertos se nos van agrupando y hacen el único equipaje del cual nunca nos podremos –ni querremos– desprendernos. A los vivos podemos dejarlos de ver y hasta olvidarlos. A los muertos, no.

Nuestra vida sigue siendo con ellos y sus voces convertidas en recuerdos –-como eco o persecución–, nos siguen en la cabeza; los gestos nos sorprenden, las evocaciones llegan cuando menos se espera. Somos a veces por quienes ya no son.

Ahora ya no queda nada sino una casa vacía en cuyo frente, altiva y larguísima, se mece una jacaranda de follaje verde. Él podaba sus ramas para recibir más luz por la ventana. Ahora ya no necesita la luz. El árbol ha crecido y bajo su sombra otros seguiremos sus pasos.

El sol seguirá cayendo sobre el techo. La lluvia bañará los vidrios. Los gatos en el patio dormirán la siesta y yo seguiré pensando cuantos años le faltan al tiempo.

Pero no es el obituario la vocación de esta columna. Sólo debo agregar mi gratitud a quienes han expresado palabras de consuelo en estos días. No los puedo enumerar a todos, pero ellos saben a quienes les mando mi agradecimiento.

De un  tiempo a esta parte en las escuelas, sobre todo en las privadas, se acostumbra celebrar la graduación de los alumnos. No importa si terminan  la primaria o la secundaria, a todo se le llama graduación. Pronto festejarán hasta la graduación de los espejuelos.

Así, con cualquier pretexto, como hacen quienes ofrecen viajes de graduación, festejos y hasta trajes de gala para sacarle dinero a los padres de familia, el gobierno  busca cualquier oportunidad para convocar a magnas concentraciones, de preferencia en el Zócalo, y celebrar, como en el caso próximo, los primeros seis meses de gobierno. El arrancón, digamos.

Se trata de una fiesta. Nada distrae más la atención del pueblo, como invitarlo a una pachanga. Un mitote, como se decía desde los tiempos lejanos, con música y discursos floridos o sin flores, basta y sobra con  la arenga patriótica y renovadora. La gente es feliz en la calle.

Hace apenas unos días se reunió la patria en Tijuana para defender la soberanía nacional amenazada por Trump (a quien obedecemos según dice el enojo de Don Porfirio), y ahora se convoca al pueblo a revisar cómo se cumplen los primeros seis meses de la IV Transformación.

Y cuando no acaben aun su labor los barrenderos, se comenzará a preparar la fiesta del aniversario, como se hizo con la gran asamblea de la victoria de julio del año pasado y la toma de posesión  de diciembre anterior.

Alfonso Romo

Fiesta y fiesta. Y no es para menos.

Pero en medio del júbilo, se escucha una voz discordante en el coro del triunfalismo festivo en cuyos dulces brazos se mueve la autocomplacencia. Ricardo Monreal dice en voz alta, las murmuraciones de muchos compañeros de Morena: el gabinete es inepto, limitado y en muchas carteras, decepcionante.

No lo dice con esa crudeza  ni hay  en su diagnóstico la descortesía de quien apunta con el índice de flama a los ineficientes cuyo carro se volcó en la peligrosa curva del aprendizaje, expresión esta un tanto comedida para decirle ignorante a quien llega a la madurez o de plano la senectud, con intenciones de aprender todo cuanto en la vida no acumuló o a quien ha hecho de la verborrea su mejor capital en la riesgosa tarea encomendada.

Dijo Monreal en su ejercicio de evaluación semestral:

“…Veo al presidente muy activo, muy proactivo, un presidente muy dinámico, no descansa, no ha descansado un solo momento…»

Pero frente a los méritos de la resistencia sin reposo, hay algo más:

“…Y veo un gabinete que no está en el acompañamiento, veo un gabinete (para el) que la curva de aprendizaje ha sido larga, pesada y que me gustaría ver un gabinete más cercano con él.

“Siento al presidente que hace todo, conduce todo y necesita que su gabinete lo acompañe más”.

Y de remate dijo sobre los faltantes y los riesgos: “…mejorar algunas situaciones de relación con los medios, relación con los inversionistas y empresarios”.

Si estos temas están flacos o mal atendidos, pues es responsabilidad de Jesús Ramírez, Graciela Márquez y Alfonso Romo, quienes tienen  a su cargo esas importantes materias.

Pero la claridad de Monreal no sólo produjo urticaria en el gabinete, especialmente en la Avenida Xola o en Bucareli; Lieja y Reforma, la colonia Condesa, el Zócalo y otros rumbos.

También un ceño fruncido en el humor presidencial, porque empujado durante la mañanera del miércoles, el Señor Presidente le metió un rapapolvos al señor Senador, zacatecano, a quien le cantó aquella pícara canción llamada, “no te metas con mi cu-cu”. Impelido a calificar sucintamente a su equipo, el Señor Presidente respondió con inusitada brevedad:

“…Muy bien, es un buen equipo, muy buen equipo.

 

«Y respeto la opinión también del senador Monreal, pero no la comparto.

“Yo no me meto a decir nada acerca de si hacen su trabajo o no los senadores, porque soy respetuoso, porque es otro poder”. ¡Sopas!

JLP

Leo a López Portillo:

“…Había que darle carne a la renovación moral; que acabar con el prestigio revolucionario con que concluyó el anterior Presidente. El discurso expresaba criterio, «línea»; garantizaba impunidad y hasta simpatía. ¡Adelante con la cruzada sacralizada por el buen Jesús!

“Y así, gallardas, se elevaron todas las voces críticas, las acusaciones, sentencias y condenas y retumbaron en todos los tímpanos.

“Así las de la Prensa oficialista, como las de la oposición y aun la profesional, a las que se sumaron las de los pasquines; las de los libros de fortuna que explotaban el morbo.

“Todo lo que fuera acusar y condenar a López Portillo, era éxito editorial…”

La vara y la medida. ¿Será en verdad un círculo el tiempo?