El Diluvio: El sistema electoral, los independientes, el relajo


Recolección de firmas, titánica labor

Desconfianza, base de instituciones creadas para legitimar elecciones.

Rafael Cardona

En los tiempos pasados, en aquella época cuando los perros se ataban con longaniza, las elecciones eran un trámite recurrente ajeno al mundo de la curiosidad. Eran algo natural, como la lluvia o el cambio de las estaciones o la sucesión  de los meses en el calendario. Las cosas pasaban porque si y nadie tomaba muy en serio el asunto.

A fin de cuentas el fraude, el arreglo, la componenda, eran parte de la vida. El mundo vivía resignado y, en cierto modo contento y sin complicaciones.

Los candidatos derrotados se hinchaban de dinero gracias a la derrota; se quedaban con pueblos enteros o enormes terrenos en la playa o cientos de contratos para obras públicas y los ganadores ya ni mencionarlo.

La política y el ascenso al poder y el poder mismo, eran cosa de los políticos, no de los ciudadanos.

 

RESULTADOS BIEN SABIDOS

Todo mundo sabía los resultados de antemano y si otro fuera el resultado real; la imposición confirmaba los primeros designios. No eran elecciones, era la auscultación y después el señalamiento de un hombre en favor de su amigo, sucesor, compadre o aliado, quien en el momento mismo de quedar investido por la magia sucesoria, le volvía la espalda a su benefactor, en una infinita cadena de traiciones y rechazos a posteriori.

Era la época del “tapadismo”, de las elecciones de Estado dirigidas desde el gobierno a través de una Comisión Federal Electoral en manos del secretario de Gobernación en turno. Y así transcurría la vida, de una forma “sui generis” en el esplendor de la democracia dirigida, como  se le llamaba. Hasta el gran indio Juárez lo dijo alguna vez: si el gobierno no hace las elecciones, ¿quién las va a hacer?

Fepade, inutilidad galopant

¿CÓMO EMPEZÓ TODO?

Pero un día, tras la caída del “sistema” y la llegada al poder de Carlos Salinas de Gortari, en medio de sospechas rotundas de fraude (uno más), el aparato se descompuso.

El impulso demográfico y la búsqueda de acomodos de los grupos inconformes con la situación heredada cuyos beneficios aumentaban la concentración del poder en pocas manos, con todas sus perniciosas consecuencias, empujaron a buscar una forma equitativa de participación,  y el afán democrático (no se le halló mejor nombre) se convirtió en un imperativo cuyos resultados buscaban hacer realidad el largo anhelo de un  sufragio efectivo.

Efectivo por limpio, por veraz, por confiable, por universal.

 

NACEN INSTITUCIONES; AUMENTA BUROCRACIA

La sociedad clamó por lograr el respeto a la voluntad a través del voto. Entonces se hizo todo un  reacomodo no sólo de las fuerzas políticas, grandes y menores, sino un diseño administrativo para lograr una participación ciudadana en el proceso electoral.

Y nacieron los códigos, los tribunales, la fiscalía y el Instituto Federal Electoral.

Pero hoy todo eso está patas para arriba.

Ni el IFE ni el actual IN(Nacional)E han logrado elecciones absolutamente confiables. El instituto ha ido creciendo con una hipotrofia burocrática insostenible.

Ha asumido funciones secundarias (especialmente en medios de comunicación y supervisión de criterios) y aun  terciarias (inspector de tiempos radiofónicos); se ha llenado de parásitos y se ha convertido en arena de disputas interpartidarias.

Su intención ciudadana es una caricatura, reducida a los operadores de casillas en los días electorales; una mala caricatura y sus tiempos de esplendor, si alguna vez realmente los tuvo, son tan lejanos como para resultar apenas pasto de la nostalgia de cuando las cosas se pusieron hacer bien y se terminaron haciendo peor.

INE, más burocracia

OPACIDAD DE FEPADE

La Fiscalía contra los Delitos Electorales es una entelequia inútil. Jamás ha servido para cosa importante y ahora, tras haber caído en manos de un exhibicionista intratable al cual removieron por lenguaraz y torpe, ha quedado acéfala en medio del principio de la fiesta y en el ojo de un huracán de pícaros aprovechados del conflicto incrustados en esa difusa y gelatinosa hidra de muchas cabezas llamada sociedad civil organizada, pantalla de empresarios deseosos de poder y control político.

Todo el sistema electoral se basa en un antivalor y quizá ese sea su peor lastre y defecto: está hecho de pura desconfianza, por eso tiene una extraordinaria y estorbosa sobrerregulación. Se quiere evitar todo porque todo puede ser  delito o quiere serlo. Es un código de miedo,  no de participación política madura y adulta.

Se ha llenado de caprichos, como el voto en el extranjero y las candidaturas independientes con  requisitos realmente imposibles de satisfacer. La nueva plataforma electoral es un botín de los partidos cuya mala conciencia los mete a veces hasta en debate sobre si fue primero el huevo del subsidio o la gallina de la atención a los grupos afectados por un terremoto.

Pura demagogia.

Pero así se vive en estos tiempos de anhelo democrático. La democracia como eterna justificación hasta para mal organizar, reloj en mano, ñoños debates entre candidatos; supervisar encuestas, registrar plataformas, distribuir multas, solicitar papeles de una y otra cosa, abrumar a los medios, aburrir a los ciudadanos con una publicidad cansina y mal hecha.

Pero en fin, las cosas van así.

Y hubo, sin embargo, un tiempo cuando los perros se ataban con longaniza.

Leonardo…el oficio de escribir

EL ESCRITOR CUBANO LEONARDO PADURA

La cabeza es redonda, lisa y con aladares canosos como la barba en la cual se mezclan rotundas hebras negras. La voz es clara y precisa, con dejos habaneros imperdibles, a veces dulce. Los ojos son inquisitivos y en ocasiones generosos. De cuando en cuando hay en ellos una leve brisa de sorpresa detrás de los cristales de los lentes de incurable lector voraz.

Leonardo Padura, sin duda el mayor de los escritores cubanos vivos, es directo, sencillo, preciso en sus palabras. Cuando habla separa sus ideas en párrafos precisos. Como si escribiera y reescribiera en la computadora.

Padura conversa en una cabina de grabación en el Museo “Universum” de la UNAM. Ha tenido una mañana tensa y complicada, de entrevistas y compromisos. Se le nota fatigado y aun le falta una charla larga con estudiantes de letras. Firme y solidaria, Lucia, su esposa durante 40 años, resiste a pie firme, con él, la fama y sus ajetreos.

–Imagínese, le dice a Miguel Ángel Quemain, la conocí cuando tenía 18 años; hoy tiene 28. Lucía sonríe como quien ha oído el mismo chiste muchas veces. Esta feliz.

El escritor, cuya novela “El hombre que amaba los perros” es indudablemente el fenómeno literario más importante desde la aparición de “Cien años de soledad”, vive la vida con una sencillez de notoria grandeza.

–Vivo en un barrio de La Habana donde la vida entra por la ventana y sale por los oídos.

Por esa ventana en la casa familiar de varias generaciones (su padre murió hace apenas cinco años, si la memoria no falla; su madre aun está ahí), Padura miró una tarde la vida y escribió algo tan alucinante como este párrafo digno de los mejores momentos de la prosa en lengua española:

“Era miércoles de Ceniza y con la puntualidad de lo eterno un viento árido y sofocante, como enviado directamente desde el desierto para rememorar el sacrifico del Mesías, penetró en el barrio y removió las suciedades y las angustias. La arena de las canteras y los odios más antiguos, se mezclaron con los rencores, los miedos y los desperdicios de los latones desbordados, las últimas hojas secas del invierno volaron fundidas con los olores muertos de la tenería y los pájaros primaverales desaparecieron como si hubieran presentido un terremoto.”

–El autor, el literato,  es un creador de mundos propios; ¿puede el escritor dar la vida y la muerte de personajes y situaciones y luego convivir con el mundo real donde es una pieza más de la vida fuera de su control?

–Sí, el escritor tiene poder sobre cómo hacer el mundo; su mundo. Tiene el poder de tomar las decisiones de la persona y de los personajes; escribir cuando quiere hacerlo, suspender, hacer cualquier cosa, pero también existen los códigos de la vida real y sí; uno es el dueño de la historia, no es el dueño de toda la historia. Es la imposibilidad del absoluto libre albedrío.

Leonardo Padura en la vieja Habana

DRAMATISMO EN LA LITERATURA

–Pero usted es un hombre cruel. Su personaje, Mario Conde, sufre, siente pena a cada página; no halla la felicidad y cuando cree haberla acariciado o inventado, se enfrenta con amores de pleno fracaso, con nostalgias irremediables y penosas. ¿Se puede hacer literatura feliz o toda literatura debe ser trágica, sin salida para los personajes?

— Sí; los dramas humanos son más literarios que, digamos, la fiesta de los quince años. Es verdad.

Leonardo Padura, quien el jueves apareció vestido en el Palacio de Minería con una toga medieval, un bonete como de cosaco y una capichola pluvial, para recibir el doctorado “honoris causa” de la UNAM, es un hombre sencillo. Su indumentaria delata su desinterés por las cosas superfluas. Un pantalón simple, unos zapatos elementales y una polo de tres botones y mangas largas. En los bolsillos el encendedor y el tabaco. Como todo escritor no carga ni pluma ni bolígrafo. Y cuando escribe una atenta dedicatoria con la mano izquierda, prefiere lo segundo. “Los rasgos con el punto no me salen bien porque soy zurdo”.

“Para el colega Rafael, este bolero cubano y el abrazo de Padura”, pone  en la página blanca de “La neblina del ayer”.

–Hay quienes han leído en “El hombre que amaba a los perros” y el sadismo terrible de Stalin persiguiendo a Trotsky por todo el mundo hasta asesinarlo en Coyoacán, una velada crítica al autoritarismo cubano del medio siglo castrista. ¿Pensaba en Fidel? ¿Hubo una postura política sin  panfleto?

–Hay una línea muy tenue entre la literatura y el panfleto y esa no se debe cruzar. No se debe contaminar el arte con la participación política. Pero aquí creo como decía Hemingway, lo escrito es la séptima parte del texto. Lo demás, como el iceberg, está debajo de las palabras.

“No se necesita mencionar a un personaje para saber que está ahí”.

–¿En todo caso, lectores capaces de descubrir el hielo completo?

–“Si, lectores que aporten lo suyo cuando leen una novela”.

Buenos lectores para buenos escritores, digo yo.

–Si, eso dice usted.

Y Padura ríe mientras sale de la cabina para atacar un tabaco en la azotea del “Universum”, con toda la luz del valle, con el resplandor de las montañas, con la sombra de los viejos árboles del Pedregal, allá lejos. Solo.